Caminos que cruzan fronteras
Collab One Health Community
Amina llegó a España una mañana gris de abril, con los zapatos llenos de polvo y la cabeza repleta de esperanzas. Había dejado atrás Ndianda, un pequeño pueblo senegalés, el olor salado del mar, y las voces familiares de su madre y sus hermanas. Lo había hecho por necesidad, no por elección: la tierra de su familia ya no daba frutos como antes. Las lluvias eran impredecibles, el calor insoportable, y su padre había enfermado tras años trabajando
en contacto con pesticidas en los campos de maní.
Primero fue a Dakar. Nunca había estado en una ciudad tan grande. Allí pasó semanas buscando una forma de salir. Durmió en casa de una prima lejana, trabajó limpiando en un mercado, y al final consiguió reunir el dinero suficiente para el viaje a España.
Pese a no hablar español, Amina encontró trabajo rápido, aunque no legal: recolectar frutas en un invernadero. Dormía en un piso compartido con otros siete jornaleros. Nadie tenía contrato. Nadie pedía nada. “Así es mejor”, le dijeron, “más rápido, menos problemas”.
Tampoco sabía que para empadronarse necesitaba un contrato de alquiler, algo imposible viviendo en un piso compartido con otros siete jornaleros que, como ella, recogían frutas desde el amanecer hasta que el cuerpo decía basta.
Un día, empezó a toser. Al principio no le dio importancia. Tal vez era el polvo de los invernaderos, o el frío de las mañanas. Pero la tos persistía. Y cada noche se hacía más fuerte. A veces, el pecho le ardía como si tuviera brasas dentro. A veces, se despertaba ahogada, buscando aire.
Quiso ir al centro de salud. Se acercó, con miedo. En la recepción le pidieron un documento de residencia y un papel del padrón. No tenía ninguno de los dos. Salió del centro con la misma tos, pero ahora también con una sensación nueva en el pecho: la de no pertenecer. A pesar de las promesas de “sanidad universal”, no sería tan fácil conseguir una cita médica.
Los compañeros de piso comenzaron a preocuparse. Uno de ellos, Mamadou, había pasado por algo similar. Le habló de una ONG que ayudaba a personas como ellos.
Amina fue. Allí, por primera vez, la escucharon sin mirar su pasaporte. Le hicieron pruebas. Le diagnosticaron tuberculosis, una enfermedad que, aunque generalmente se asocia con la pobreza y la falta de acceso a la atención médica, también está vinculada a la precariedad laboral y las condiciones insalubres. A menudo, se transmite en ambientes cerrados y saturados, como los invernaderos en los que ella trabajaba, donde la ventilación es escasa y la exposición a sustancias tóxicas es constante.
—¿Pero cómo puede pasar esto? —preguntó.
—Porque la salud pública no siempre llega a todos los rincones, y cuando las condiciones laborales son tan precarias y la vigilancia sanitaria es insuficiente, enfermedades como esta pueden propagarse fácilmente —le explicó la médica—. El entorno en el que trabajas, sin medidas de protección adecuadas, crea un caldo de cultivo perfecto para que la tuberculosis se desarrolle. Y es un problema que afecta tanto a las personas como a las
comunidades.
Amina entendió entonces que su enfermedad no era solo un asunto suyo. Era el reflejo de una cadena invisible: del cuidado del ambiente, de los animales, de la producción de alimentos, del acceso a la atención sanitaria.
Amina sintió una rabia nueva, una que no tenía que ver con su enfermedad, sino con todo lo que la había llevado hasta allí. La salud no debía depender de un papel. No debía depender
del miedo de un patrón a reconocer un trabajador. No debía depender de la suerte de encontrar a una ONG que hiciera lo que el sistema se negaba a hacer.
Cuando salió de la consulta, el aire le pareció menos pesado, pero no por la enfermedad. Por primera vez en meses, sabía que no estaba sola. Y que su historia no debía quedar en silencio.